Si el Mundial tuviese una conexión divina con el más allá, posta, rozaría lateralmente el Purgatorio. Da la impresión que hay otro aire, que se está limpiando la tierra de mala onda y que, pese a los golpes diarios de la vida, el humor aumenta con cada gambeta y triunfo nacional en Brasil. La Plaza Independencia termina siendo la puerta previa a la entrada al paraíso de la felicidad, y los partidos de Argentina, obviamente, la purga a la tensión y a los pecados cometidos en la semana.
Hay otra vibra, estoy seguro. Como que el vecino te mira y te saluda, o como cuando gritaste el gol de “Pipita” Higuaín y te abrazaste con el primero que encontraste, si no llegaste a tiempo a casa para ver el partido. El Mundial es una bendición entre tantas pálidas, es el segundo empujón a la no vagancia; el mejor socio para unir amistades o reconciliar viejas rencillas con gente que querés pero que no ves por orgulloso/a. El Mundial une, te hace aferrar a la patria, a escuchar el himno y a volverte 100% nacional.
Esto no se trata de política sino de amor a la camiseta. No se trata de tandas publicitarias sino del reencuentro con las raíces, con sentir que en una cancha de fútbol 11 tipos juegan por el honor del país. Y por el tuyo. Y eso vos te gusta eso, te aumenta el ego porque si tuvieras la posibilidad de vestir la celeste y blanca soñarías con ser San Martín y que Brasil sea un cruce de la Cordillera y vos el dueño del caballo blanco y de los aplausos por haber sido el libertador de un pueblo golpeado pero que por estos días día vive en una nube ante la posibilidad de volver a levantar una copa.
Estamos a dos pasos, a dos pasos. El título está tan cerca como lejos. Hoy más que nunca habrá que apoyar, enviar toda lo bueno que recibimos y por duplicado. Estamos lejos de la Selección, pero a la vez bien cerca, y como somos un país unido, deportivamente hablando, hay que hacérselo sentir al mundo.